Antes de partirla parece un caparazón de tortuga, irregular, con una textura fría, con pequeñas imperfecciones en su circunferencia que son como sus cicatrices de una dura y larga travesía hasta mi cocina. Su color verde oscuro luce algo desteñido, diversas gamas de verde que rodean una alegra mancha media amarillenta que una vez, me recuerda el vientre, la parte inferior de un caparazón de tortuga. No tiene un olor en particular, es más, casi no tiene aroma. Sólo un atisbo de la esencia de una verdura, como si fuera más un vegetal que una fruta. Al darle palmaditas se oye raro. No está hueca, pero me atrevería a afirmar que su contenido no es completamente sólido. El sonido viaja de mi palma hasta el otro extremo, tranquilo, sin dificultad.
Al momento de partirla, el cuchillo entra primero con fuerza, y luego con suavidad. La sandía no ofrece resistencia, y se entrega. La voy girando a medida que el cuchillo atraviesa todo el caparazón. Cuando estoy por terminar la sandia me sonríe, pues de los lugares que ya cortó el cuchillo emana un tono rojizo, como una boca. En conjunto con su forma circular y sólo desde el ángulo que la tengo sujeta esa abertura se asemeja a una sonrisa.
Ya partida, son dos mitades similares, un rojo rosado que se concentra en el centro. Ambas caras están salpicadas por pepitas. Me llega un olor húmedo, me recuerda al aroma de una rosa, o de un lirio. En efecto, la sandía está húmeda, su textura interna parece bañada en sudor fino, cristalino y brillante. Con ligeras enervaciones amarillentas que revelan su condición nerviosa. Está fría, pero es suave. Con algo de presión se hunde salpicando algo de jugo. Sangra apenas un segundo, pues sus gotas son rápidamente absorbidas por el resto de ella, retomando su apariencia de sudorosa.
La vuelvo a cortar en forma de media luna para comerla. Una vez más, no se opone ante el cuchillo.
Morder una sandía es como morder agua que apenas está logrando solidificarse. Su jugo brota con más intensidad, sin llegar a desangrarse por su capacidad de absorción. Las pepas invaden cada bocado, hay que ser paciente para sacarlas una por una de la pobre sandía. Sin embargo, todo esfuerzo tiene su recompensa. Su sabor viene de la mano con la frescura. Más líquido que sólido, dulce, que puedes mascar o dejar que se disuelva lentamente con tu lengua, dependiendo del tamaño del mordisco. Es suave, amigable. Su rubor constante te incita a comerla con alegría, entusiasmo, o simplemente con ganas. Por la cantidad de agua que desprende al deshacerse es altamente recomendable en temporadas de calor. Y si la comes en forma de media luna su sonrisa persistirá hasta quedar sólo caparazón.
Al momento de partirla, el cuchillo entra primero con fuerza, y luego con suavidad. La sandía no ofrece resistencia, y se entrega. La voy girando a medida que el cuchillo atraviesa todo el caparazón. Cuando estoy por terminar la sandia me sonríe, pues de los lugares que ya cortó el cuchillo emana un tono rojizo, como una boca. En conjunto con su forma circular y sólo desde el ángulo que la tengo sujeta esa abertura se asemeja a una sonrisa.
Ya partida, son dos mitades similares, un rojo rosado que se concentra en el centro. Ambas caras están salpicadas por pepitas. Me llega un olor húmedo, me recuerda al aroma de una rosa, o de un lirio. En efecto, la sandía está húmeda, su textura interna parece bañada en sudor fino, cristalino y brillante. Con ligeras enervaciones amarillentas que revelan su condición nerviosa. Está fría, pero es suave. Con algo de presión se hunde salpicando algo de jugo. Sangra apenas un segundo, pues sus gotas son rápidamente absorbidas por el resto de ella, retomando su apariencia de sudorosa.
La vuelvo a cortar en forma de media luna para comerla. Una vez más, no se opone ante el cuchillo.
Morder una sandía es como morder agua que apenas está logrando solidificarse. Su jugo brota con más intensidad, sin llegar a desangrarse por su capacidad de absorción. Las pepas invaden cada bocado, hay que ser paciente para sacarlas una por una de la pobre sandía. Sin embargo, todo esfuerzo tiene su recompensa. Su sabor viene de la mano con la frescura. Más líquido que sólido, dulce, que puedes mascar o dejar que se disuelva lentamente con tu lengua, dependiendo del tamaño del mordisco. Es suave, amigable. Su rubor constante te incita a comerla con alegría, entusiasmo, o simplemente con ganas. Por la cantidad de agua que desprende al deshacerse es altamente recomendable en temporadas de calor. Y si la comes en forma de media luna su sonrisa persistirá hasta quedar sólo caparazón.
¿Comemos sandía?
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