martes, 20 de noviembre de 2012

Chronicles: El hombre de un siglo


Alejandro Triveño (1917)
Al entrar a esa casa azul marino, sabía que sería recibida como pariente que era, aun si no había visitado aquel lugar en mucho tiempo. Fue una tía quién me abrió la puerta. Me guió gentilmente hasta aquel cuarto del abuelo al que tan poco había visto últimamente.

Oh, esa habitación. Tan cálida, aun sin una ventana por la que entrara el sol. La cama a un borde, y él ahí, sentado en su avanzada vejez, apoyado en el burrito que le ayudaba a mantenerse en pie.


Mi abuelo, Alejandro Triveño, un hombre alto, erguido, casi calvo y con actitud jovial. Un semblante humilde, un rostro alegre con el simple hecho de verme. Mi tía vino conmigo, y le explicó que me tenía que contar su infancia. Lastimosamente, mi abuelo hace tiempo ya que no escuchaba. Es sordo, con una excelente vista y todavía buena movilidad, pero sordo.

Al sentarme frente a él, mi abuelo trata de encender su aparato de amplificación auricular. Se sorprende al comprobar que no funcionaba, y me pregunto, ¿hace cuánto que no habrá escuchado al mundo? Mis tías y demás parientes se comunicaban con él en base a gritos, pero yo era incapaz de gritarle.
Formulé entonces la pregunta sobre cómo había aprendido en la vida. Él revela que había asistido al colegio muy poco. Sólo a primaria, y tampoco había conocido la universidad. De modo que insistí en saber cómo ocurrió todo, y él, con su memoria algo aletargada, comenzó a contarme su relato. A veces repitiendo hechos, otras omitiéndolos y recordándolos después. A veces con la ayuda de mi tía recordaba más cosas, más detalles. Él ya casi tiene cien años, pero para mí nunca se vio tan viejo.

Él cuenta:

Hubo un gringo que lo quería mucho. Así es, un gringo. Dice que su madre le mandaba fruta, y el gringo le mandaba diez pesos de intercambio. Fue aquél señor quién le dio la posibilidad de empezar a trabajar desde temprana edad. Un día, mi abuelo le pidió que lo llevara a casa, y en el camino, curiosamente vieron a su padre descender de la mina. Trabajaba allí, en la mina de Potosí. Entonces el gringo quiso hablar a solas con su padre, y al final, éste aprobó que se lo llevara a Catavi, en dónde comenzó a trabajar de mensajero aún sin ser mayor de edad. Su sueldo era de 2 pesos, y daba carreras por todo lado. De ahí, llegó a ascender. Fue repartidor en una pulpería del gringo, donde había carnes congeladas.

“Todo lo que aprendí, lo hice allí” suspira mi abuelito.

Él observaba. Ése era su método. Observar. Veía atentamente lo que hacían sus superiores, hasta que llegó el momento en que lo ascendieron a secretario. Él no sabía escribir muy bien. Su ortografía era pésima, pero ahí lo aprendió todo, y le fue bien.

Recuerda también, gracias a la intervención e mi tía, que había realizado cursos por correspondencia de La Paz, como contador. Muy alegremente él me indica sobre los exámenes finales, y sus aplazos.

“Tenía que hacerlo todo otra vez”.

También mi tía comenta sobre algo que él había inventado para practicar su dactilografía, un aparatito de madera, y él lo confirma vagamente. La verdad no estoy segura de si la escuchó, y se limitó a asentir.

¿Si la falta de educación le limitó en su trabajo? No realmente. Consiguió que le nombraran jefe de pulpería por el gringo, y en vez de recorrer tres pulperías distintas, como era la costumbre, lo llevaron directamente a Catavi. Era responsable del dinero entonces, hacía los negocios de la carne. Todo el tiempo aprendiendo más, y desempeñando bien su trabajo.

“¿Y qué fue de tus padres?”, pregunté yo. Había hablado de su madre antes, muy brevemente. Así que habló de su padre.

“¿Mi padre? Mi padre era muy bueno conmigo”.

Ah, qué bien se sintió escuchar aquello.

“No teníamos mucho campo” continúa él, “dormíamos en una sola cama. Él trabajaba en la mina siempre.”

Su voz era tan profunda. No pronunciaba muy bien algunas palabras, pero se le entendía, y debido a su sordera, hablaba alto también. Cuando se callaba en largos períodos tratando de recordar algo, aparecía entonces mi tía para indicarle qué más había hecho.

“Dile sobre cuando eras mensajero”, por ejemplo.

La imaginaba a ella, desde el otro cuarto, apoyada sobre la pared. Escuchando con nostalgia y cariño la historia de su padre, sobre cómo empezó a ganarse la vida. Mi abuelito no recordaba ya tanto como antes. Sus largas lagunas lo delataban, y sin embargo tenía un recuerdo muy marcado en felicidad.

“Me ascendieron el día de mi cumpleaños. Eso es un gran recuerdo. Sí, buen recuerdo”.

No le podía pedir más. Me había contado todo con entusiasmo, solidaridad para ayudarme en lo que sea que necesitara de él. Un alma así de pura es difícil de encontrar en estos días. ¿Tuvo que ver el hecho de no haber asistido a secundaria? Según comentó antes, apenas si había cursado algunos de primaria, por lo que el buen corazón de este hombre no es resultado de una educación organizada. Qué curioso que no recordara tantos malos momentos como buenos. De todo lo narrado sólo había mencionado un incidente de cuando fue traicionado por un amigo en la pulpería, y por el cual, tuvo que pagar veinticinco mil de su propio dinero. Su máxima frustración, creo yo, pues no lo había olvidado, y hasta afirmaba que ese amigo se había comprado dos casas con ese dinero robado. Veinte años endeudado, no lo olvidó, aunque parece ya haber avanzado.

Mi abuelo, antes lo veía como el jubilado fotógrafo de la plaza, en la época de mi propia y temprana infancia. Ahora sé más sobre lo hizo para ganarse la vida. El mundo de las minas y de la no escuela, pueden llevarte a otro tipo de educación, y formarte aún mejor, incluso que los propios egresados.

Fue una total emoción escucharlo. Unas palabras ancestrales. Confío en que todavía le quedan unos añitos más. Está cansado, sí, pero está en razonable buen estado. Mi abuelito, cuyo conocimiento sobrepasa el mío en todo momento, y cuya sabiduría me asombrará siempre.

Por fin comprendo lo que dicen sobre escuchar las palabras de la gente vieja.
Salí de su cuarto sonriente. Feliz de haberlo escuchado antes de que fuera demasiado tarde.
Ya era tiempo de volver a casa.

Me despedí de mis tías, y de mis primas, y para mi sorpresa, al ingresar a la sala de recibimiento, lo veo a él caminar hacia un asiento, ayudado con su burrito, pero con la cabeza erguida. Se sienta a ver televisión junto a una de sus hijas.

Me despido una vez más, y se lo agradezco, aunque sé que no puede oírme.
En su mirada sólo hay cariño. Es el hombre de un siglo.

*Escribí esto el 2010. La foto es de este año, en el que cumplirá 95.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Como lo extraño al papa alex. Gracias Anita por escribir esto. Gabriela

Anónimo dijo...

Hermosa Anita, cuantos recuerdos de niño y joven vienen a mi mente al leer tu articulo en homenaje al Papá ALEX, mi viejito lindo y con tanta experiencia que cumplira 95 años. Doy gracias a Dios por haberte otorgado el don de la escritura Muchas gracias.
Pedro

Evelyn dijo...

Es muy hermoso lo que es escribiste Anita!

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